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11

Repentinamente un hombre entró a la cueva. Un hombre muy alto y grande. ¡Saúl!

El rey Saúl apareció a la entrada de la cueva. Se puso en cuclillas y empujó su manto hacia

atrás de él.

—¡Mira! —le dijo al oído de David uno de sus hombres escondidos—. El Señor te ha

dado la oportunidad de matar al rey Saúl.

—No puedo —replicó David—, porque Dios lo ha hecho a él rey. Yo no puedo hacerle

daño.

Entonces David sacó un afilado cuchillo de su cinto. Se arrastró lentamente y sin hacer

ruido se acercó al rey Saúl por detrás, se estiró y cortó un pedazo de la capa del rey Saúl.

David se arrastró sin hacer ruido de regreso con sus hombres. Sin embargo, empezó a

sentirse mal por haber cortado el manto del rey Saúl.

Cuando el rey Saúl se paró y salió de la cueva, David lo siguió.

—¡Mi Señor, el rey! —gritó.

El rey Saúl se dio vuelta rápidamente y vio a David de pie en la entrada de la cueva.

—Mis hombres y yo podríamos haberte matado —dijo David—. Pero yo nunca te haré

daño porque tú fuiste elegido por el Señor. ¡Mira!

—gritó David mientras sostenía en alto la pieza de

tela que había cortado del manto del rey—. Esto

prueba que yo podría haberte matado si así lo

hubiera querido.

—¿Realmente eres tú, David? —contestó

Saúl—. Eres un hombre mejor que yo

—dijo con lágrimas corriendo por su

rostro—. Tú has sido misericordioso. Yo

sé con seguridad que serás rey de Israel

después de mí. Prométeme que no le

harás daño a mi familia.

Así que el rey Saúl con sus tres mil

soldados iniciaron el largo viaje de

regreso al hogar.

El Señor estaba feliz por la forma

como David había tratado a Saúl ese día.