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PARA LOS PADRES
19
La ley de Dios
Los grandes principios de la ley de
Dios están incorporados en los Diez
Mandamientos y ejemplificados en la vida de
Cristo. Expresan el amor, la voluntad y el
propósito de Dios con respecto a la conducta y a
las relaciones humanas, y están en vigencia
para todos los seres humanos de todas las
épocas. Estos preceptos constituyen la base del
pacto de Dios con su pueblo y la norma del
juicio divino. Por medio de la obra del Espíritu
Santo señalan el pecado y avivan la necesidad
de un Salvador. La salvación es solo por gracia y
no por obras, pero su fruto es la obediencia a los
mandamientos. Esta obediencia desarrolla el
carácter cristiano y da como resultado una
sensación de bienestar. Es una evidencia de
nuestro amor al Señor y preocupación por
nuestros semejantes. La obediencia por fe
demuestra el poder de Cristo para transformar
vidas y por lo tanto fortalecer el testimonio
cristiano (Éxo. 20: 1-17; Sal. 40: 7-8; Mat. 22:
36-40; Deut. 28: 1-14; Mat. 5: 17-20; Heb. 8:
8-10; Juan 15: 7-10; Efe. 2: 8-10; 1 Juan 5: 3;
Rom. 8: 3-4; Sal. 19: 7-14).
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El Sábado
El benéfico Creador descansó el
séptimo día después de los seis días de la
creación, e instituyó el sábado para todos los
hombres como un monumento de la Creación.
El cuarto mandamiento de la inmutable ley de
Dios requiere la observancia del séptimo día
como un día de reposo, culto y ministerio, en
armonía con las enseñanzas y la práctica de
Jesús, el Señor del sábado. El sábado es un día
de deliciosa comunión con Dios y con nuestros
hermanos. Es un símbolo de nuestra redención
en Cristo, una señal de santificación, una
demostración de nuestra lealtad y una
anticipación de nuestro futuro eterno en el reino
de de Dios. El sábado es la señal perpetua de
Dios del pacto eterno entre él y su pueblo. La
gozosa observancia de este tiempo sagrado de
tarde a tarde, de puesta de sol a puesta de sol,
es una celebración de la obra creadora y
redentora de Dios (Gén. 2: 1-3; Éxo. 20: 1-11;
Luc. 4: 16; Isa. 56: 5-6; 58: 13-14; Mat. 12:
1-12; Éxo. 31: 13-17; Eze. 20: 12, 20; Deut. 5:
12-15; Heb. 4: 1-11; Lev. 23: 32; Mar. 1: 32).
21
La mayordomía
Somos mayordomos de Dios, a
quienes él ha confiado tiempo y oportunidades,
capacidades y posesiones, y las bendiciones de
la tierra y sus recursos. Somos responsables
ante él por su empleo adecuado. Reconocemos
que Dios es dueño de todo mediante nuestro
fiel servicio a él y a nuestros semejantes, y al
devolver los diezmos y al dar ofrendas para la
proclamación de su Evangelio y para el sostén y
desarrollo de su iglesia. La mayordomía es un
privilegio que Dios nos ha concedido para que
crezcamos en amor y para que logremos la
victoria sobre el egoísmo y la codicia. El
mayordomo fiel se regocija por las bendiciones
que reciben los demás como fruto de su
fidelidad (Gén. 1: 26-28; 2: 15; 1 Crón. 29: 14;
Hag. 1: 3-11; Mal. 3: 8-12; 1 Cor. 9: 9-14; Mat.
23: 23; 2 Cor. 8: 1-15; Rom. 15: 26-27).
22
La conducta cristiana
Se nos invita a ser gente piadosa que
piensa, siente y obra en armonía con los
principios del cielo. Para que el espíritu vuelva a
crear en nosotros el carácter de nuestro Señor,
participamos solamente de lo que produce
pureza, salud y gozo cristianos en nuestra vida.
Esto significa que nuestras recreaciones y
entretenimientos estarán en armonía con las
más elevadas normas de gusto y belleza
cristianos. Si bien reconocemos diferencias
culturales, nuestra vestimenta debiera ser
sencilla, modesta y pulcra como corresponde a
aquellos cuya verdadera belleza no consiste en
el adorno exterior, sino en el inmarcesible
ornamento de un espíritu apacible y tranquilo.
Significa también que puesto que nuestros
cuerpos son el templo del Espíritu Santo,
debemos cuidarlos inteligentemente, junto con
ejercicio físico y descanso adecuados, y
abstenernos de alimentos impuros identificados
como tales en las Escrituras. Puesto que las
bebidas alcohólicas, el tabaco y el empleo
irresponsable de drogas y narcóticos son
dañinos para nuestros cuerpos, también nos
abstendremos de ellos. En cambio, nos
dedicaremos a todo lo que ponga nuestros
pensamientos y cuerpos en armonía con la
disciplina de Cristo, quien quiere que gocemos
de salud, de alegría y de todo lo bueno (Rom.
12: 1-2; 1 Juan 2: 6; Efe. 5: 1-21; Fil. 4: 8; 2 Cor.
10: 5; 6: 14–7: 1; 1 Ped. 3: 1-4; 1 Cor. 6: 19-20;
10: 31; Lev. 11: 1-47; 3 Juan 2).
23
El matrimonio
y la familia
El matrimonio fue establecido por Dios en el
Edén, y confirmado por Jesús, para que fuera
una unión para toda la vida entre un hombre y
una mujer en amante compañerismo. Para el
cristiano el matrimonio es un compromiso a la
vez con Dios y con su cónyuge, y este paso
debieran darlo solo personas que participan de
la misma fe. El amor mutuo, el honor, el respeto
y la responsabilidad, son la trama y la urdimbre
de esta relación, que debiera reflejar el amor, la
santidad, la intimidad y la perdurabilidad de la
relación que existe entre Cristo y su iglesia. Con
respecto al divorcio, Jesús enseñó que la
persona que se divorcia, a menos que sea por
causa de fornicación, y se casa con otra, comete
adulterio. Aunque algunas relaciones familiares
están lejos de ser ideales, los socios en la
relación matrimonial que se consagran
plenamente el uno al otro en Cristo pueden
lograr una amorosa unidad gracias a la
dirección del Espíritu, y al amante cuidado de la
iglesia. Dios bendice la familia y es su propósito
que sus miembros se ayuden mutuamente
hasta alcanzar la plena madurez. Los padres
deben criar a sus hijos para que amen y
obedezcan al Señor. Mediante el precepto y el
ejemplo debieran enseñarles que Cristo
disciplina amorosamente, que siempre es tierno
y que se preocupa por sus criaturas, y que
quiere que lleguen a ser miembros de su
cuerpo, la familia de Dios. Un creciente
nuestras
creencias
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