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rebelarse a una porción de los ángeles.

Introdujo el espíritu de rebelión en este mundo

cuando indujo a pecar a Adán y a Eva. El pecado

de los seres humanos produjo como resultado

la desfiguración de la imagen de Dios en la

humanidad, el trastorno del mundo creado y

posteriormente su completa devastación en

ocasión del diluvio universal. Observado por

toda la creación, este mundo se convirtió en el

campo de batalla del conflicto universal, a cuyo

término el Dios de amor quedará fielmente

vindicado. Para ayudar a su pueblo en este

conflicto, Cristo envía al Espíritu Santo y a los

ángeles leales para que lo guíen, lo protejan y lo

sustenten en el camino de la salvación (Apoc.

12: 4-9; Isa. 14: 12-14; Eze. 28: 12-18; Gén. 3;

Rom. 1: 19-23; 5: 12-21; 8: 19-22; Gén. 6–8;

2 Ped. 3: 6; 1 Cor. 4: 9; Heb. 1: 14).

9

La vida, muerte

y resurrección de Cristo

Mediante la vida de Cristo, de perfecta

obediencia a la voluntad de Dios, y sus

sufrimientos, su muerte y su resurrección, Dios

proveyó el único medio válido para expiar el

pecado de la humanidad, de manera que los

que por fe aceptan esta expiación puedan tener

acceso a la vida eterna, y toda la creación pueda

comprender mejor el infinito y santo amor del

Creador. Esta expiación perfecta vindica la

justicia de la ley de Dios y la benignidad de su

carácter, porque condena nuestro pecado y al

mismo tiempo hace provisión para nuestro

perdón. La muerte de Cristo es vicaria y

expiatoria, reconciliadora y transformadora. La

resurrección de Cristo proclama el triunfo de

Dios sobre las fuerzas del mal, y a los que

aceptan la expiación les asegura la victoria final

sobre el pecado y la muerte. Declara el señorío

de Jesucristo, ante quien se doblará toda rodilla

en el cielo y en la tierra (Juan 3: 16; Isa. 53;

1 Ped. 2: 21-22; 1 Cor. 15: 3, 4, 20-22; 2 Cor. 5:

14, 15, 19-21; Rom. 1: 4; 3: 25; 4: 25; 8: 3-4;

1 Juan 2: 2; 4: 10; Col. 2: 15; Fil. 2: 6-11).

10

La experiencia

de la salvación

Con amor y misericordia infinitos Dios hizo que

Cristo, que no conoció pecado, fuera hecho

pecado por nosotros, para que nosotros

pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él.

Guiados por el Espíritu Santo, experimentamos

nuestra necesidad, reconocemos nuestra

pecaminosidad, nos arrepentimos de nuestras

transgresiones, y ejercemos fe en Jesús como

Señor y Cristo, como sustituto y ejemplo. Esta fe

que recibe salvación nos llega por medio del

poder divino de la Palabra y es un don de la

gracia de Dios. Mediante Cristo somos

justificados, adoptados como hijos e hijas de

Dios y librados del señorío del pecado. Por

medio del Espíritu Santo nacemos de nuevo y

somos santificados; el Espíritu renueva nuestra

mente de nuevo, graba la ley de amor de Dios

en nuestros corazones y nos da poder para vivir

una vida santa. Al permanecer en él somos

participantes de la naturaleza divina y tenemos

la seguridad de la salvación ahora y en ocasión

del juicio (2 Cor. 5: 17-21; Juan 3: 16; Gál. 1: 4;

4: 4-7; Tito 3: 3-7; Juan 16: 8; Gál. 3: 13-14;

1 Ped. 2: 21-22; Rom. 10: 17; Luc. 17: 5; Mar. 9:

23-24; Efe. 2: 5-10; Rom. 3: 21-26; Col. 1:

13-14; Rom. 8: 14-17; Gál. 3: 26; Juan 3: 3-8;

1 Ped. 1: 23; Rom. 12: 2; Heb. 8: 7-12; Eze. 36:

25-27; 2 Ped. 1: 3-4; Rom. 8: 1-4; 5: 6-10).

11

Creciendo en Cristo

Jesús triunfó sobre las fuerzas del mal

por su muerte en la cruz. Aquel que subyugó los

espíritus demoníacos durante su ministerio

terrenal, quebrantó su poder y aseguró su

destrucción definitiva. La victoria de Jesús nos

da la victoria sobre las fuerzas malignas que

todavía buscan controlarnos y nos permite

andar con él en paz, gozo y la certeza de su

amor. El Espíritu Santo ahora mora dentro de

nosotros y nos da poder. Al estar

continuamente comprometidos con Jesús como

nuestro Salvador y Señor, somos librados de la

carga de nuestras acciones pasadas. Ya no

vivimos en la oscuridad, el temor a los poderes

malignos, la ignorancia ni la falta de sentido de

nuestra antigua manera de vivir. En esta nueva

libertad en Jesús, somos invitados a

desarrollarnos en semejanza a su carácter, en

comunión diaria con él por medio de la oración,

alimentándonos con su Palabra, meditando en

ella y en su providencia, cantando alabanzas a

él, reuniéndonos para adorar y participando en

la misión de la iglesia. Al darnos en servicio

amante a aquellos que nos rodean y al testificar

de la salvación, la presencia constante de Jesús

por medio del Espíritu transforma cada

momento y cada tarea en una experiencia

espiritual (Sal. 1: 1, 2; 77: 11, 12; Col. 1: 13, 14;

2: 6, 14, 15; Luc. 10: 17-20; Efe. 5: 19, 20; 6:

12-18; 1 Tes. 5: 23; 2 Ped. 2: 9; 3: 18; 2 Cor. 3:

17, 18; Fil. 3: 7-14; 1 Tes. 5: 16-18; Mat. 20:

25-28; Juan 20: 21; Gál. 5: 22-25; Rom. 8:

38-39; 1 Juan 4: 4; Heb. 10: 25).

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La iglesia

La iglesia es la comunidad de

creyentes que confiesa que Jesucristo es el

Señor y Salvador. Como continuadores del

pueblo de Dios del Antiguo Testamento, se nos

invita a salir del mundo; y nos reunimos para

adorar y estar en comunión unos con otros,

para recibir instrucción en la Palabra, celebrar la

Cena del Señor, para servir a toda la humanidad

y proclamar el Evangelio en todo el mundo. La

iglesia deriva su autoridad de Cristo, que es el

Verbo encarnado, y de las Escrituras que son la

Palabra escrita. La iglesia es la familia de Dios;

somos adoptados por él como hijos y vivimos

sobre la base del nuevo pacto. La iglesia es el

cuerpo de Cristo, una comunidad de fe de la

cual Cristo mismo es la cabeza. La iglesia es la

esposa por la cual Cristo murió para poder

santificarla y purificarla. Cuando regrese en

triunfo, se la presentará como una iglesia

gloriosa, es a saber, los fieles de todas las

edades, adquiridos por su sangre, sin mancha ni

arruga, santos e inmaculados (Gén. 12: 3; Hech.

7: 38; Efe. 4: 11-15; 3: 8-11; Mat. 28: 19-20; 16:

13-20; 18: 18; Efe. 2: 19-22; 1: 22-23; 5: 23-27;

Col. 1: 17-18).

PARA LOS PADRES

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creencias

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