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Finalmente, un hombre se puso en pie ante la multitud.

—¡Pueblo! —dijo en voz alta—, ¡escuchen la orden del rey! Cuando los músicos toquen,

ustedes deben inclinarse y adorar la estatua de oro del rey. ¡Todo aquel que no obedezca esta

orden será lanzado en este horno de fuego ardiente!

Repentinamente prorrumpió la música. Todos se inclinaron. Es decir todos, excepto

Sadrac, Mesac y Abednego. ¡Ellos no podrían adorar una estatua! Algunos hombres los vieron

y se apresuraron a ir al rey.

—¡Mira! —exclamaron—. ¡Esos tres hebreos no se inclinaron!

—¡Tráiganlos aquí! —ordenó el rey Nabucodonosor rojo de ira.

Los guardias se apresuraron a traer a Sadrac, Mesac y Abednego ante el rey.

—¿Es verdad que ustedes no se inclinaron para adorar la estatua de oro que yo he

levantado? —demandó el rey—. Voy a darles una oportunidad más. Pero si no se inclinan y

adoran la estatua, ¡serán lanzados en el horno de fuego ardiente! ¿Y quién los ayudará

entonces?

Sadrac, Mesac y Abednego permanecieron de pie y erguidos.

—Oh, rey —dijeron—, nuestro Dios puede salvarnos. Pero aunque decidiera no hacerlo,

nosotros nunca adoraremos a tus dioses.

—¡Hagan calentar siete veces más el horno! —gritó furioso a los soldados, el rey

Nabucodonosor—. ¡Aten a estos hombres y échenlos en el horno!

Así que los guardias lanzaron a Sadrac, Mesac y

Abednego en el rugiente fuego.

El rey Nabucodonosor observaba el fuego. De

repente se levantó de un salto y gritó:

—¿No pusimos en el fuego a tres hombres?

¡Yo veo cuatro! ¡Y el cuarto tiene la apariencia

del Hijo de Dios!

—¡Sadrac, Mesac y Abednego! ¡Salgan! —los

llamó el rey.

Los jóvenes hebreos salieron del fuego. Los

gobernadores se reunieron a su alrededor.

¡No podían creerlo! ¡Sadrac, Mesac y

Abednego no se habían quemado! ¡Ni

siquiera olían a humo!

—¡Alaben al Dios de Sadrac, Mesac y Abednego!

—exclamó el rey—. Su Dios salvó a sus siervos del

fuego. ¡Ningún otro Dios puede salvar a su pueblo de

esta manera!