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—Mi alma glorifica al Señor —dijo
María—, y mi espíritu se regocija en Dios mi
Salvador, porque se ha dignado fijarse en su
humilde sierva. Desde ahora me llamarán
dichosa todas las generaciones, porque el
Poderoso ha hecho grandes cosas por mí.
María se sentó y con agradecimiento
tomó el agua refrescante que Elisabet le
ofreció. El agua le resultaba dulce y
deliciosa.
—De generación en generación se
extiende su misericordia a los que le temen
—continuó María—. Hizo proezas con su
brazo.
Pensó en Abraham, el padre de todo
Israel, quien estuvo dispuesto a dejar su
hogar y su familia e ir a un país que no
conocía porque Dios se lo había pedido.
Dios ciertamente lo convirtió en una gran
nación.
Consideró a Moisés, quien rogó al Señor
para que buscara a otra persona para que
sacara a los israelitas de Egipto. Pero la
historia de ningún líder de Israel fue tan
grande como la de Moisés; Dios habló con
él cara a cara. Si alguien tuvo razón para
estar orgulloso, era Moisés. Y con todo fue
llamado el hombre más humilde que jamás
ha vivido.
También consideró a David, quien
rehusó hacer daño al rey Saúl cuando tuvo
la oportunidad. Saúl estaba buscando a
David para matarlo y David había sido
designado para ocupar su trono algún día.
Aun así, David se negó a deshonrar al
hombre que Dios había escogido como rey.
Fue David el que hizo de Jerusalén una gran
ciudad.
También reflexionó en otros reyes de
Israel y Judá, que rechazaron honrar a Dios.
Adoraron obstinadamente a los ídolos de
los cananeos y Dios finalmente los entregó
a los babilonios. Jerusalén, su gran ciudad,