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—¿Qué dijo?

—Tráiganme una espada.

—¿Qué? —exclamó el cocinero.

—Su guardaespadas trajo la espada

—continuó el mayordomo—. Esa hoja

resplandecía con la luz. Yo retrocedí al

pensar en lo que podría hacer. El rey

Salomón miró la espada, luego miró a cada

mujer. Entonces dijo: «Corten al niño vivo

en dos y den la mitad a una y la otra mitad

a la otra». Mi corazón dejó de latir —el

mayordomo meneó la cabeza—. La madre

verdadera estaba aterrada al ver que iban a

cortar a su bebé por la mitad. «¡Por favor,

mi señor, entréguele a ella el niño vivo! ¡No

lo mate», gritó ella. De pie a su lado, la otra

madre gritó: «¡Ninguna de nosotras lo

tendrá! ¡Córtenlo en dos!».

El salón se cubrió de un silencio mortal.

Vi a la madre que temblaba. La cara de la

otra mujer parecía como de piedra. Todas

las miradas se volvieron al rey.

¿Verdaderamente lo haría? El rey señaló a

la verdadera madre y dijo: «No lo maten.

Entreguen el niño a esta mujer. Ella es la

madre». Yo respiré profundamente y me di

cuenta de que había estado conteniendo la

respiración. El ministro de la corte puso el

bebé en los brazos de su madre. Ella ocultó

su rostro entre las ropas del bebé y

comenzó a llorar. Abandonó la sala del

trono agradecida al rey y alabando su

justicia.

—¡Asombroso! ¡Qué hombre tan

increíble!

—Solo espero que Dios deje algo de

sabiduría para el resto de nosotros —dijo

el cocinero—. ¡El rey Salomón parece

tenerla toda!