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príncipe y gobernante de Egipto, el segundo en poder después del faraón, era en realidad su
propio hermano José.
—¡Salgan! —dijo José a sus sirvientes—. Esperen afuera.
Pronto quedaron en el salón únicamente José y sus hermanos. Las lágrimas empezaron a
correr por las mejillas de José.
—¡Yo soy José! —exclamó—. ¡Yo soy su hermano! ¿Vive todavía mi padre? —preguntó
llorando.
Los hermanos se quedaron con la boca abierta. ¿Podría este importante gobernador de
Egipto ser su hermano realmente? ¡Repentinamente se llenaron de miedo! ¿Qué les haría José?
¡Tan malos que habían sido con él! ¡Ahora él los vendería para que fueran esclavos!
—Acérquense más a mí —dijo José, sabiendo que sus hermanos estaban temerosos—. Yo
soy su hermano José. Ustedes me vendieron para ser esclavo en Egipto. Pero no estén
preocupados —les dijo bondadosamente—, realmente fue Dios el que me envió aquí. Él me
envió aquí para salvar sus vidas durante esta sequía.
—¡Vayan a casa rápidamente! —dijo—. Digan a mi padre que soy el gobernador de todo
Egipto, segundo en autoridad después del rey. Tráiganlo aquí. Y sus hijos y sus nietos. Vivirán
cerca de mí, y yo cuidaré de ustedes durante los años de hambre.
Entonces José y sus hermanos hablaron durante largo, largo tiempo. José les dijo a sus
hermanos una y otra vez que los perdonaba por lo que le habían hecho. Y José tenía mucho
que preguntar acerca de su familia.
Rubén suspiró profundamente. Se sentía
bien. Se sentía perdonado.
Rubén miró a sus otros hermanos. Los
escuchaba mientras se interrumpían unos
a otros para contarle a José historias
felices acerca de sus hijos. Rubén sabía
que sus hermanos también se
sentían perdonados. Traerían a su
padre y a sus familias a Egipto. Y
José finalmente volvería a ver a
su padre.