9
mal, y a los que aceptan la expiación les asegura la
victoria final sobre el pecado y la muerte. Declara el
señorío de Jesucristo, ante quien se doblará toda
rodilla en el cielo y en la tierra (Juan 3: 16; Isa. 53;
1 Ped. 2: 21-22; 1 Cor. 15: 3, 4, 20-22; 2 Cor. 5: 14, 15,
19-21; Rom. 1: 4; 3: 25; 4: 25; 8: 3-4; 1 Juan 2: 2;
4: 10; Col. 2: 15; Fil. 2: 6-11).
10
La experiencia de la
salvación.
Con amor y misericordia
infinitos Dios hizo que Cristo, que no conoció pecado,
fuera hecho pecado por nosotros, para que nosotros
pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él. Guiados
por el Espíritu Santo, experimentamos nuestra
necesidad, reconocemos nuestra pecaminosidad, nos
arrepentimos de nuestras transgresiones, y ejercemos
fe en Jesús como Señor y Cristo, como sustituto y
ejemplo. Esta fe que recibe salvación nos llega por
medio del poder divino de la Palabra y es un don de la
gracia de Dios. Mediante Cristo somos justificados,
adoptados como hijos e hijas de Dios y librados del
señorío del pecado. Por medio del Espíritu Santo
nacemos de nuevo y somos santificados; el Espíritu
renueva nuestra mente de nuevo, graba la ley de amor
de Dios en nuestros corazones y nos da poder para
vivir una vida santa. Al permanecer en él somos
participantes de la naturaleza divina y tenemos la
seguridad de la salvación ahora y en ocasión del juicio
(2 Cor. 5: 17-21; Juan 3: 16; Gál. 1: 4; 4: 4-7; Tito 3:
3-7; Juan 16: 8; Gál. 3: 13-14; 1 Ped. 2: 21-22; Rom.
10: 17; Luc. 17: 5; Mar. 9: 23-24; Efe. 2: 5-10; Rom. 3:
21-26; Col. 1: 13-14; Rom. 8: 14-17; Gál. 3: 26; Juan 3:
3-8; 1 Ped. 1: 23; Rom. 12: 2; Heb. 8: 7-12; Eze. 36:
25-27; 2 Ped. 1: 3-4; Rom. 8: 1-4; 5: 6-10).
11
Creciendo en Cristo.
Jesús
triunfó sobre las fuerzas del mal por su
muerte en la cruz. Aquel que subyugó los espíritus
demoníacos durante su ministerio terrenal, quebrantó
su poder y aseguró su destrucción definitiva. La
victoria de Jesús nos da la victoria sobre las fuerzas
malignas que todavía buscan controlarnos y nos
permite andar con él en paz, gozo y la certeza de su
amor. El Espíritu Santo ahora mora dentro de nosotros
y nos da poder. Al estar continuamente
comprometidos con Jesús como nuestro Salvador y
Señor, somos librados de la carga de nuestras acciones
pasadas. Ya no vivimos en la oscuridad, el temor a los
poderes malignos, la ignorancia ni la falta de sentido
de nuestra antigua manera de vivir. En esta nueva
libertad en Jesús, somos invitados a desarrollarnos en
semejanza a su carácter, en comunión diaria con él por
medio de la oración, alimentándonos con su Palabra,
meditando en ella y en su providencia, cantando
alabanzas a él, reuniéndonos para adorar y
participando en la misión de la iglesia. Al darnos en
servicio amante a aquellos que nos rodean y al
testificar de la salvación, la presencia constante de
Jesús por medio del Espíritu transforma cada
momento y cada tarea en una experiencia espiritual
(Sal. 1: 1, 2; 77: 11, 12; Col. 1: 13, 14; 2: 6, 14, 15; Luc.
10: 17-20; Efe. 5: 19, 20; 6: 12-18; 1 Tes. 5: 23; 2 Ped.
2: 9; 3: 18; 2 Cor. 3: 17, 18; Fil. 3: 7-14; 1 Tes. 5: 16-18;
Mat. 20: 25-28; Juan 20: 21; Gál. 5: 22-25; Rom. 8:
38-39; 1 Juan 4: 4; Heb. 10: 25).
12
La iglesia.
La iglesia es la comunidad
de creyentes que confiesa que Jesucristo es
el Señor y Salvador. Como continuadores del pueblo
de Dios del Antiguo Testamento, se nos invita a salir
del mundo; y nos reunimos para adorar y estar en
comunión unos con otros, para recibir instrucción en la
Palabra, celebrar la Cena del Señor, para servir a toda
la humanidad y proclamar el evangelio en todo el
mundo. La iglesia deriva su autoridad de Cristo, que es
el Verbo encarnado, y de las Escrituras que son la
Palabra escrita. La iglesia es la familia de Dios; somos
adoptados por él como hijos y vivimos sobre la base
del nuevo pacto. La iglesia es el cuerpo de Cristo, una
comunidad de fe de la cual Cristo mismo es la cabeza.
La iglesia es la esposa por la cual Cristo murió para
poder santificarla y purificarla. Cuando regrese en
triunfo, se la presentará como una iglesia gloriosa, es a
saber, los fieles de todas las edades, adquiridos por su
sangre, sin mancha ni arruga, santos e inmaculados
(Gén. 12: 3; Hech. 7: 38; Efe. 4: 11-15; 3: 8-11; Mat.
28: 19-20; 16: 13-20; 18: 18; Efe. 2: 19-22; 1: 22-23;
5: 23-27; Col. 1: 17-18).
13
El remanente y su misión.
La iglesia universal está compuesta por
todos los que creen verdaderamente en Cristo, pero en
los últimos días, una época de apostasía generalizada,
se ha llamado a un remanente para que guarde los
mandamientos de Dios y la fe de Jesús. Este
remanente anuncia la hora del juicio, proclama
salvación por medio de Cristo y anuncia la proximidad
de su segunda venida. Esta proclamación está
simbolizada por los tres ángeles de Apocalipsis 14;
coincide con la hora del juicio en el cielo y da como
resultado una obra de arrepentimiento y reforma en la
tierra. Todo creyente es llamado a participar
personalmente en este testimonio mundial (Apoc.
12: 17; 14: 6-12; 18: 1-4; 2 Cor. 5: 10; Jud. 3, 14;
1 Ped. 1: 16-19; 2 Ped. 3: 10-14; Apoc. 21: 1-14).
14
La unidad del cuerpo de
Cristo.
La iglesia es un cuerpo
constituido por muchos miembros que proceden de
toda nación, raza, lengua y pueblo. En Cristo somos
una nueva creación; la diferencias de raza, cultura,
educación y nacionalidad, entre encumbrados y
humildes, ricos y pobres, hombres y mujeres, no deben
causar divisiones entre nosotros. Todos somos iguales
en Cristo, quien por un mismo Espíritu nos ha unido en
comunión con él y los unos con los otros. Debemos
servir y ser servidos sin parcialidad ni reservas. Por
medio de la revelación de Jesucristo en las Escrituras
participamos de la misma fe y la esperanza, y salimos
para dar a todos el mismo testimonio. Esta unidad
tiene sus orígenes en la unidad del Dios triuno, que nos
ha adoptado como hijos (Rom. 12: 4, 5; 1 Cor. 12:
12-14; Mat. 28: 19-20; Sal. 133: 1; 2 Cor. 5: 16-17;
Hech. 17: 26-27; Gál. 3: 27, 29; Col. 3: 10-15; Efe. 4:
14-16; 4: 1-6; Juan 17: 20-23).
15
El bautismo.
Por medio del
bautismo confesamos nuestra fe en la
muerte y resurrección de Jesucristo, y damos
testimonio de nuestra muerte al pecado y de nuestro
propósito de andar en novedad de vida. De este modo
reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador,
llegamos a ser su pueblo y somos recibidos como
miembros de su iglesia. El bautismo es un símbolo de
nuestra unión con Cristo, del perdón de nuestros
pecados y nuestra recepción del Espíritu Santo. Se
realiza por inmersión en agua, y está íntimamente
vinculado con una afirmación de fe en Jesús y con
evidencias de arrepentimiento del pecado. Sigue a la
instrucción en las Sagradas Escrituras y a la aceptación
de sus enseñanzas (Rom. 6: 6; Col. 2: 12-13; Hech. 16:
30-33; 22: 16; 2: 38; Mat. 28: 19-20).
16
La Cena del Señor.
La Cena del
Señor es una participación en los emblemas
del cuerpo y la sangre de Jesús como expresión de fe
en él, nuestro Señor y Salvador. En esta experiencia de
comunión, Cristo está presente para encontrarse con