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mal, y a los que aceptan la expiación les asegura la

victoria final sobre el pecado y la muerte. Declara el

señorío de Jesucristo, ante quien se doblará toda

rodilla en el cielo y en la tierra (Juan 3: 16; Isa. 53;

1 Ped. 2: 21-22; 1 Cor. 15: 3, 4, 20-22; 2 Cor. 5: 14, 15,

19-21; Rom. 1: 4; 3: 25; 4: 25; 8: 3-4; 1 Juan 2: 2;

4: 10; Col. 2: 15; Fil. 2: 6-11).

10

La experiencia de la

salvación.

Con amor y misericordia

infinitos Dios hizo que Cristo, que no conoció pecado,

fuera hecho pecado por nosotros, para que nosotros

pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él. Guiados

por el Espíritu Santo, experimentamos nuestra

necesidad, reconocemos nuestra pecaminosidad, nos

arrepentimos de nuestras transgresiones, y ejercemos

fe en Jesús como Señor y Cristo, como sustituto y

ejemplo. Esta fe que recibe salvación nos llega por

medio del poder divino de la Palabra y es un don de la

gracia de Dios. Mediante Cristo somos justificados,

adoptados como hijos e hijas de Dios y librados del

señorío del pecado. Por medio del Espíritu Santo

nacemos de nuevo y somos santificados; el Espíritu

renueva nuestra mente de nuevo, graba la ley de amor

de Dios en nuestros corazones y nos da poder para

vivir una vida santa. Al permanecer en él somos

participantes de la naturaleza divina y tenemos la

seguridad de la salvación ahora y en ocasión del juicio

(2 Cor. 5: 17-21; Juan 3: 16; Gál. 1: 4; 4: 4-7; Tito 3:

3-7; Juan 16: 8; Gál. 3: 13-14; 1 Ped. 2: 21-22; Rom.

10: 17; Luc. 17: 5; Mar. 9: 23-24; Efe. 2: 5-10; Rom. 3:

21-26; Col. 1: 13-14; Rom. 8: 14-17; Gál. 3: 26; Juan 3:

3-8; 1 Ped. 1: 23; Rom. 12: 2; Heb. 8: 7-12; Eze. 36:

25-27; 2 Ped. 1: 3-4; Rom. 8: 1-4; 5: 6-10).

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Creciendo en Cristo.

Jesús

triunfó sobre las fuerzas del mal por su

muerte en la cruz. Aquel que subyugó los espíritus

demoníacos durante su ministerio terrenal, quebrantó

su poder y aseguró su destrucción definitiva. La

victoria de Jesús nos da la victoria sobre las fuerzas

malignas que todavía buscan controlarnos y nos

permite andar con él en paz, gozo y la certeza de su

amor. El Espíritu Santo ahora mora dentro de nosotros

y nos da poder. Al estar continuamente

comprometidos con Jesús como nuestro Salvador y

Señor, somos librados de la carga de nuestras acciones

pasadas. Ya no vivimos en la oscuridad, el temor a los

poderes malignos, la ignorancia ni la falta de sentido

de nuestra antigua manera de vivir. En esta nueva

libertad en Jesús, somos invitados a desarrollarnos en

semejanza a su carácter, en comunión diaria con él por

medio de la oración, alimentándonos con su Palabra,

meditando en ella y en su providencia, cantando

alabanzas a él, reuniéndonos para adorar y

participando en la misión de la iglesia. Al darnos en

servicio amante a aquellos que nos rodean y al

testificar de la salvación, la presencia constante de

Jesús por medio del Espíritu transforma cada

momento y cada tarea en una experiencia espiritual

(Sal. 1: 1, 2; 77: 11, 12; Col. 1: 13, 14; 2: 6, 14, 15; Luc.

10: 17-20; Efe. 5: 19, 20; 6: 12-18; 1 Tes. 5: 23; 2 Ped.

2: 9; 3: 18; 2 Cor. 3: 17, 18; Fil. 3: 7-14; 1 Tes. 5: 16-18;

Mat. 20: 25-28; Juan 20: 21; Gál. 5: 22-25; Rom. 8:

38-39; 1 Juan 4: 4; Heb. 10: 25).

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La iglesia.

La iglesia es la comunidad

de creyentes que confiesa que Jesucristo es

el Señor y Salvador. Como continuadores del pueblo

de Dios del Antiguo Testamento, se nos invita a salir

del mundo; y nos reunimos para adorar y estar en

comunión unos con otros, para recibir instrucción en la

Palabra, celebrar la Cena del Señor, para servir a toda

la humanidad y proclamar el evangelio en todo el

mundo. La iglesia deriva su autoridad de Cristo, que es

el Verbo encarnado, y de las Escrituras que son la

Palabra escrita. La iglesia es la familia de Dios; somos

adoptados por él como hijos y vivimos sobre la base

del nuevo pacto. La iglesia es el cuerpo de Cristo, una

comunidad de fe de la cual Cristo mismo es la cabeza.

La iglesia es la esposa por la cual Cristo murió para

poder santificarla y purificarla. Cuando regrese en

triunfo, se la presentará como una iglesia gloriosa, es a

saber, los fieles de todas las edades, adquiridos por su

sangre, sin mancha ni arruga, santos e inmaculados

(Gén. 12: 3; Hech. 7: 38; Efe. 4: 11-15; 3: 8-11; Mat.

28: 19-20; 16: 13-20; 18: 18; Efe. 2: 19-22; 1: 22-23;

5: 23-27; Col. 1: 17-18).

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El remanente y su misión.

La iglesia universal está compuesta por

todos los que creen verdaderamente en Cristo, pero en

los últimos días, una época de apostasía generalizada,

se ha llamado a un remanente para que guarde los

mandamientos de Dios y la fe de Jesús. Este

remanente anuncia la hora del juicio, proclama

salvación por medio de Cristo y anuncia la proximidad

de su segunda venida. Esta proclamación está

simbolizada por los tres ángeles de Apocalipsis 14;

coincide con la hora del juicio en el cielo y da como

resultado una obra de arrepentimiento y reforma en la

tierra. Todo creyente es llamado a participar

personalmente en este testimonio mundial (Apoc.

12: 17; 14: 6-12; 18: 1-4; 2 Cor. 5: 10; Jud. 3, 14;

1 Ped. 1: 16-19; 2 Ped. 3: 10-14; Apoc. 21: 1-14).

14

La unidad del cuerpo de

Cristo.

La iglesia es un cuerpo

constituido por muchos miembros que proceden de

toda nación, raza, lengua y pueblo. En Cristo somos

una nueva creación; la diferencias de raza, cultura,

educación y nacionalidad, entre encumbrados y

humildes, ricos y pobres, hombres y mujeres, no deben

causar divisiones entre nosotros. Todos somos iguales

en Cristo, quien por un mismo Espíritu nos ha unido en

comunión con él y los unos con los otros. Debemos

servir y ser servidos sin parcialidad ni reservas. Por

medio de la revelación de Jesucristo en las Escrituras

participamos de la misma fe y la esperanza, y salimos

para dar a todos el mismo testimonio. Esta unidad

tiene sus orígenes en la unidad del Dios triuno, que nos

ha adoptado como hijos (Rom. 12: 4, 5; 1 Cor. 12:

12-14; Mat. 28: 19-20; Sal. 133: 1; 2 Cor. 5: 16-17;

Hech. 17: 26-27; Gál. 3: 27, 29; Col. 3: 10-15; Efe. 4:

14-16; 4: 1-6; Juan 17: 20-23).

15

El bautismo.

Por medio del

bautismo confesamos nuestra fe en la

muerte y resurrección de Jesucristo, y damos

testimonio de nuestra muerte al pecado y de nuestro

propósito de andar en novedad de vida. De este modo

reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador,

llegamos a ser su pueblo y somos recibidos como

miembros de su iglesia. El bautismo es un símbolo de

nuestra unión con Cristo, del perdón de nuestros

pecados y nuestra recepción del Espíritu Santo. Se

realiza por inmersión en agua, y está íntimamente

vinculado con una afirmación de fe en Jesús y con

evidencias de arrepentimiento del pecado. Sigue a la

instrucción en las Sagradas Escrituras y a la aceptación

de sus enseñanzas (Rom. 6: 6; Col. 2: 12-13; Hech. 16:

30-33; 22: 16; 2: 38; Mat. 28: 19-20).

16

La Cena del Señor.

La Cena del

Señor es una participación en los emblemas

del cuerpo y la sangre de Jesús como expresión de fe

en él, nuestro Señor y Salvador. En esta experiencia de

comunión, Cristo está presente para encontrarse con